Juan Carlos Cascia
.Power
sábado, 1 de junio de 2024
lunes, 10 de mayo de 2021
Rodrigo Valdés y Carlos Monzón
“No sé si lo vi... No le paraba bolas a na... Tantas cosas y tantos años...”, confiesa el excampeón mundial de boxeo del peso mediano, la mañana de un jueves reciente en la sala de su residencia del barrio Crespo, sin soltar el afiche de la primera confrontación con el argentino Carlos Monzón, en el principado de Mónaco.
El “no le paraba bolas a na” se refiere a su concentración desde que llegó a suelo europeo. Primero en París y, desde el domingo 20 de junio de ese 1976, en el hotel Loew de Mónaco, sin percatarse de medallas, monedas, camisetas, vasos, afiches y todo lo imaginable que podía comercializarse en torno a la promoción del pleito entre los dos campeones que unificaban el título mediano (Monzón era el campeón de la Asociación Mundial de Boxeo y Valdés, del Consejo Mundial de Boxeo).
“No guardo nada de esto”, dice levantando el afiche. “...Por allí (señala el corredor que da a las habitaciones) hay fotos de la pelea con Monzón (son de la segunda)”. Y entonces le recuerdo desde la antesala de esos 40 años.
Despojo y ‘guerra verbal’
Residenciado en Nueva York, adonde fue llevado por el periodista cartagenero Melanio Porto Ariza (Meporto), que vio su talento tras la derrota en Barranquilla contra el bogotano ‘Rudy’ Escobar, Valdés se instaló como retador obligado entre los peleadores de 160 libras, el primero de septiembre de 1973 al vencer al estadounidense Bennie Briscoe, en Numea (Nueva Caledonia), en la lejana Oceanía.
La categoría era dominada tanto en la AMB como en el CMB por Monzón, vencedor en 1970 del italiano Nino Benvenutti. Pero el argentino comenzó a evadir al colombiano y en abril de 1974, tras varias advertencias y al negarse a un control médico en la pelea con ‘Mantequilla’ Nápoles, el CMB lo despojó. A última hora se ofrecieron 18.000 dólares a Valdés para llevarlo a Buenos Aires, cifra considerada ridícula.
Valdés noqueó a Briscoe, en una segunda pelea, el 25 de mayo de 1974, esta vez en Mónaco. Y con dos campeones, el mundo comenzó a reclamar que, como en los pesos pesados, solo tenía que haber un titular en ‘la categoría reina’ (combinación de movilidad y pegada).
En paralelo con el desarrollo de sus carreras como campeones, sin ponerse de acuerdo en las condiciones para un enfrentamiento, ‘Tito’ Lectoure, dueño del estadio Luna Park de Buenos Aires y promotor de Monzón, y el estadounidense Gil Clancy, hombre importante en el Madison Square Garden de Nueva York y representante de Valdés, los dos púgiles se enfrascaron en una verdadera guerra verbal.
Monzón la había encendido mucho antes, en marzo de 1973, en declaraciones al periodista colombiano Fabio Poveda Márquez en Venezuela, con motivo de la segunda defensa del campeón wélter júnior de la Asociación Mundial de Boxeo, Antonio Cervantes, ‘Kid Pambelé’, ante el argentino Nicolino Locche, cuando le delegación de ese país creyó de manera equivocada en la reconquista del ‘Intocable’. “Valdés no existe como boxeador”, dijo Monzón.
Tras la cuarta defensa exitosa de Valdés, en París, frente a Max Cohen en marzo de 1976, y casi después de dos años de negociaciones, se acordó esta ‘pelea del siglo’, con la organización del promotor italiano Rodolfo Sabatini, que, según cifras oficiales, repartiría 275.000 dólares al argentino y 250.000 al colombiano, la mayor bolsa de la historia en las 160 libras, en un espectáculo que costaba un millón de dólares.
Esto aumentó la guerra verbal. A la prensa internacional, Monzón le aseguró que Valdés era “un tigre de papel”, en referencia a uno de los apodos del colombiano: ‘Fiera’. El expescador no se quedó atrás. En entrevista a Poveda Márquez, que más tarde serviría de promoción radial de la pelea en los informes que el periodista hizo desde Europa, Valdés, que sabía que su rival había protagonizado una película (La Mary) con su despampanante compatriota y amante Susana Giménez, lo calificó como “mariqueta empolvada”.
En ese junio, en América, Europa y el mundo solo se hablaba de la ‘pelea del siglo’. Y eran los tiempos de Mohammad Alí, con quien Valdés compartió el honor, en 1975, de Boxeador del Año por el CMB.
“Se considera la principal pelea de los medianos en muchas décadas”, se apuntaba desde el Viejo Continente, que se había apoderado de la realización de las peleas importantes de la categoría. Monzón, de 33 años, llegaba con 99 peleas (87 victorias –con 61 nocauts–, 3 derrotas y 9 empates) y 12 defensas mundiales. Además, con casi 10 años sin perder en 80 peleas. Valdés, de 30 años, con 57 –38 nocauts–, 3 reveses y 2 empates. Seis años sin derrotas en 26 peleas.
El domingo previo a la pelea, Valdés y su grupo se trasladaron de París a Mónaco. Y poco antes de la medianoche, su hermano menor, Raimundo, fue asesinado de una puñalada en el corazón en Cartagena. En medio del dolor, Perfecta Hernández, la madre, suplicaba a la prensa esconder la noticia, pero el boxeador se enteró cuando se despertó la mañana del lunes en el principado. Y lloró.
Monzón detuvo la guerra verbal y le mandó un mensaje solidario, recordando que él sabía cómo era eso. Un hermano suyo también murió asesinado en su natal Santa Fe, poco días antes de su pelea no titular en Roma contra Roy Dale. Valdés agradeció y dijo que estaba preparado para la pelea.
En el Caribe colombiano hubo preocupación por un daño en la señal de televisión los días previos. Pero Inravisión garantizó la señal. Todas las actividades se paralizarían en el país el sábado a las cuatro de la tarde. EL TIEMPO después publicaría que Bogotá se convirtió en una ciudad fantasma. El reporte de Venezuela, por ejemplo, era que un cuarto de la población, 3,5 millones de habitantes, vería el combate en directo. El interés era mundial.
Caída decisiva
Con el príncipe Rainiero y su hijo Alberto, actores de la talla de Omar Sharif, Jean-Paul Belmondo y Alain Delon, entre otros en ring side –varios de ellos visitaron a Valdés–, el estadio Luis II, sin cupo para uno más de los 10.000 aficionados de su capacidad (se estimaron 800 colombianos), comenzó la pelea, tal como se presentía: Monzón, aprovechando estatura y alcance.
Los primeros asaltos fueron del argentino, que tenía en la esquina a Amílcar Brusa, años más tarde entrenador de varios campeones mundiales colombianos, como ‘Happy’ Lora. Pero en la segunda parte, con la mayor variedad de golpes que se ha conocido a colombiano alguno, Valdés cortó la distancia y penetró en la guardia de Monzón, que por poco cae en el octavo. Valdés emparejaba y parecía subir en los dos últimos asaltos. Pero en el 14, el penúltimo, luego de ser estremecido por el colombiano, un derechazo de Monzón mandó a Valdés a la lona. Allí se decidió la pelea, con todo y que Valdés ganó el 15, desesperado, tratando de noquear.
La decisión del jurado francés fue apretada pero unánime para Monzón, con dos puntos de ventaja en dos oficiales. El argentino declaró que demostró que era grande, mientras que Valdés y su grupo reclamaron la victoria y criticaron al árbitro (“es el peor referee que jamás he conocido”, declaró Clancy). La prensa europea, que calificó la pelea de “asaltos brutales”, quedó dividida en cuanto al vencedor y una parte reclamó revancha (se dio un año después, también en Mónaco. Valdés lo tiró, pero perdió de nuevo).
Pelea de verdad
Ahora, 40 años más tarde, 21 de ellos con Monzón muerto, sin soltar el afiche, que no recuerda si lo había visto, Valdés cree que la decisión era difícil. “Se la dieron porque él peleaba mucho por allá... Una caída es un asalto, no es toda la pelea”, argumenta.
¿Fue tu pelea más difícil?
No, las más difíciles fueron las tres con Briscoe, que era un peleador fuerte.
Entonces, ¿después de Briscoe viene Monzón?
¡No! Más difícil que Monzón fue con (el colombiano Mario) Rossito, en el estadio Once de Noviembre (en Cartagena, en 1967, antes de irse a Nueva York). ¡Fue candela!
¿Y entonces Monzón?
Después sí con Monzón.
¿Fue la ‘pelea del siglo’?
Eso dijeron. Las peleas de antes eran peleas de verdá.
N. de la R.: Esta crónica fue publicada por este diario hace cuatro años, en la última visita del periodista a la casa de Valdés, que murió nueve meses después. La pelea podrá ser vista hoy, a las 9:30 de la noche, por el programa de televisión 'Detrás del Ring', que se emite por Telecaribe.
ESTEWIL QUESADA FERNÁNDEZ
Enviado especial de EL TIEMPO
El excéntrico detrás de escena de la última pelea de Monzón: Susana, la realeza y todo el glamour de Mónaco
Montecarlo es una fantasia visual. No puede haber un azul tan puro y espejado como el de ese Mediterráneo, ni flores tan bellas en el apogeo de su frescura.
Este glamoroso barrio del principado es un prodigio de tres cornisas que permite atravesar su hermosura con sólo olerla. Se puede disfrutar desde lo alto, desde los jardines de sus villas tan elegantes y cuidadas como suntuosas donde el puerto con sus lujosos yates fondeados pintan una fantasía óptica de imposible perfección. .
Allí viven multimillonarios discretos y silenciosos. Allí van a descansar familias reales y celebridades del jet set internacional. Y también allí, en aquel paraíso pequeño y distinguido, abrevan artistas de todas las expresiones.
Fue el lugar elegido en el siglo pasado por los más prodigiosos talentos artísticos y literarios. Allí residieron y ofrecieron sus obras prodigiosas Renoir, Monet, Picasso, Cocteau, Matisse, Modigliani… Allí escribieron gran parte de sus obras Hemingway, Sastre, Graham y Greene, entre otros.
Pero hay algo aún más cercano: fue en Montecarlo donde se conocieron los dos Carlos más próximos a nuestros corazones ya lentos, cansados pero vibrantes ante la emoción: Charles Chaplin –el incomparable genio de todos los tiempos – y Carlos Gardel, el número uno de los cantores de tango sin comparaciones, ni espacios. Ellos compartieron en 1931 la inauguración del hotel Provencal del multimillonario norteamericano Frank Gould en Juan Les Pins. Chaplin, quien era el hombre más popular del mundo en ese momento – estaba acompañado por su más flamante novia, May Reeves – y a Carlitos Gardel le presentaron a la Condesa Sadie Wakefield. Gardel cantó esa noche en el Provencal, Chaplin quedó maravillado con aquella voz única y la condesa enamorada, aunque el tiempo mistificó esa relación entre Gardel y Sadie..
Mientras vivió, el Príncipe Rainiero convirtió a Mónaco en un lugar de selectos acontecimientos deportivos: el Gran Premio de Fórmula Uno y un gran match de boxeo al menos una vez al año. Además tenía, y tiene, a su equipo de fútbol en la Ligue 1 de Francia, el Mónaco.
Monzón era un predilecto de Rainiero y de su esposa, la Princesa Grace, la inolvidable actriz Grace Kelly, muerta en 1982 tras un trágico accidente automovilístico. En la primera versión del combate entre Carlos Monzon y Rodrigo Valdez (1976), el matrimonio real llegó al Estadio Louis 11 con su hija Carolina (quien iba con su madre el día del fatal accidente y tenía entonces 19 años y se le advertía una clara empatía con dos deportistas argentinos: Guillermo Vilas y Carlos Monzón). Situación que no se le noto con Carlos Reutemann, las veces que el piloto argentino compitiera en el circuito callejero de Montecarlo.
No solo asistían a las peleas de Monzón los príncipes de Mónaco, también muchos artistas famosos y populares. Mujeres y hombres resultaban fácilmente detectados en las primeras filas del ring side.
En el segundo combate ante Rodrigo Valdez (30 de Julio de 1977), "paparazzis" y periodistas de todo el mundo estuvieron atentos a las celebridades del cine hasta el momento en que los pugilistas subieron al ring.
Alain Delon, primero promotor y luego amigo de Monzón junto a Yves Montand, Omar Sharif, Jean Paul Belmondo, Michael Rourke y David Niven fueron el objetivo de flashes y fugaces declaraciones. No estuvieron solos, pues Cacho Fontana –por entonces el más famoso locutor y conductor de radio y TV de nuestro país – había viajado especialmente al igual que otros dos ilustres invitados de la revista Gente: la escritora Silvina Bullrich y el laureado pintor Vicente Forte, dos símbolos culturales de la Argentina a quienes jamás olvidaremos.
Tan importantes eran estas peleas que la Bullrich escribiría su crónica apelando a su exquisita literatura y Forte habría de ir delineando durante la pelea los trazos de sus dibujos. Crónica e ilustraciones fueron publicadas en la edición del semanario junto a la magistral nota del maestro Alfredo Serra.
Las dos peleas con Valdez (fallecido el 14 de Marzo de 2017 a los 70 años) significaron enormes acontecimientos que excedían lo deportivo. Pero la de 1977 tiene el valor de haber sido la última pelea de Carlos Monzón, muerto el 8 de Enero de 1995 (52 años) tras un accidente automovilístico en Santa Rosa de Calchines, mientras regresaba a la cárcel de Las Rosas (Santa Fé) tras un día de permiso .
Fui cronista de todas sus peleas y esa última la recuerdo extrayendo algunos párrafos que también nos permitirán rememorar o descubrir la literatura periodística de la época:
"Los dos primeros rounds pusieron una nube peligrosa. Todo cuanto traía Valdez a la pelea estaba a la vista y se canalizaba a través del idioma pragmático de su definición táctica. De la pelea del año pasado le había quedado como incentivo moral su cross de derecha. Con esa mano y con ese golpe el colombiano había conmovido a Monzón.
Estaba previsto que desposeído de todas las presiones psicológicas no expondría una pelea franca, abierta, arriesgada. Si Valdez fuera un boxeador creativo, esa fuerza de su cruzado corto habría sido temible. Pero por ser un peleador mecanizado se sabía que la proyección respondería a un impulso automatizado, repetido. En consecuencia, factible de neutralizar. Sin embargo la mano llegó. Con justeza y vigor. Se insinuó en el primer asalto y se profundizó, dramáticamente en el segundo. La del round inaugural fue una alerta, la del segundo un susto. Cuando Monzón la recibió en la mandíbula resignó sus piernas. El árbitro Dakin vaciló un instante y se decidió por el conteo. Fue lo mejor que pudo pasarle a Monzón. Los ocho segundos de tregua le sirvieron para reponerse y reaccionar.
Se repuso al tomar aire y se despertó a la realidad de la pelea. El planteo le era adverso. La ofensiva dinámica de Valdez no encontraba respuestas válidas y hasta daba la impresión de cierta fragilidad en sus desplazamientos. Aquí hay que hacer un punto. Cuando digo que ese golpe despertó a Monzón quiero decir que apareció el campeón en toda su dimensión. Más que un golpe de efecto destructor – que lo fue – tuvo el valor del cachetazo que llama a la reflexión, que impone consignas con el espíritu y que reabre las compuertas del yo por encima de todo.
Valdez había sumado su primer punto de ventaja, agigantaba su imagen y sometía a Monzón a su ritmo. Eso fue hasta el momento de la caída. A partir de entonces recomienza una segunda etapa del match. La etapa grandiosa de un campeón grandioso.
Los ojos abiertos. Los dientes apretados. Los músculos tensos. Firmeza en las piernas y convicción en la mirada insensible. Ya estábamos frente al Monzón de siempre. El que transmite aplomo y seguridad. Conciencia y elucubración. Un Monzón que se dijo "basta", y readquiriendo la posición vertical puso en funcionamiento la mano izquierda para contener y la derecha para fusilar. El hombro y la pierna izquierdos adelantados para lograr la distancia y la cabeza fuera del área de alcance. Con el dominio del espacio logró también aquietar el ritmo. Le quitó vértigo, desordenó el planteo del retador y marcó la tregua a la fricción estableciendo el dominio intelectual del combate.
Tercero, cuarto y quinto, fueron el comienzo de su reencuentro. El alivio de los argentinos, la tensión de sus "fieles enemigos" (franceses e italianos) que no pudieron ver lo que deseaban: su derrota.
La fórmula respondió siempre a las mismas pautas: esperar el ataque de Valdez para replicar, fabricar espacios para sorprenderlo con el uno-dos y, esporádicamente, pasar a contraatacar con la derecha por la línea interior.
Las huellas que quedaron en los rostros son el símbolo de la violencia con que se consumaba el match: Monzón, abierto en el lado izquierdo de la nariz a la altura del tabique. Valdez, con el labio inferior partido y el pómulo izquierdo inflamado.
De los dos hay uno que sabe lo que hace y cómo hacerlo (Monzón), y otro que necesita acelerar el ritmo y provocar el caos técnico con sus golpes ampulosos, abiertos y declarados (Valdez). Lo consigue y retrotrae la pelea a un plano de igualdad al ganar consecutivamente los rounds 7° y 8°. Sin embargo no siembran la inquietud de las dos vueltas iniciales.
El final del 9° asalto fue apoteótico. Comenzó con una izquierda a fondo y siguió con dos combinaciones rectas de uno-dos. Agregando, además, un in crescendo en su dinámica que levantó al estadio. Fue como esas melodías que de a poco se convierten en un sonido frenético. Valdez fue a su esquina confundido y tocado. Y mientras se escuchaba el Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na característico de los momentos de apogeo, nadie sospechaba lo que sobrevendría.
Antes de los treinta segundos de ese inolvidable 10° round se vivió una rara sensación. Primero los gritos que acompañaron al gong. Después un murmullo con destino de silencio. Y cuando el silencio llegaba, como a propósito, una derecha en punta que choca la ceja de Valdez y la abre cual granada madura. La sangre del colombiano baja por su torso y Monzón, cada vez más implacable, reaviva su instinto y lo castiga a voluntad.
Tres veces se lo vio a Valdez cerrar los ojos y resignar las piernas. Tres veces pareció que el nocaut llegaba inexorable. . . Y aquí hay que hacer otra reflexión: en esa acción Monzón volvió a demostrar lo que es un campeón. Venía de una etapa casi crítica, desarrollaba y pensaba la pelea esperando un momento con la mano derecha traumatizada. Lo fabricó en el final del 9° y se jugó a fondo en el 10° buscando el remate. Y aunque no lo consiguió tuvo el mismo valor porque definió la pelea. En ambos sentidos: para él porque a partir de ese instante podría reasegurar los puntos de ventaja con un esquema conservador y para Valdez porque el retroceso en las tarjetas le exigía lo que ya no podía que era encontrar una mano salvadora, un "lucky punch". La superioridad de Monzón no dejó dudas respecto de la amplia ventaja en las tarjetas".
Había sido su última pelea sobre un ring, pero le faltaba enfrentar aún a su peor adversario: la vida.
Los tiempos futuros embalsamarán su grandeza o su cruz. Será una cifra asombrosa o una trágica historia que unirá la gloria con las sombras. Sonará en los oídos de los hombres de ayer y de mañana. Simbolizará el cierre de la parábola en perfecto círculo: el boxeo para comer sin robar, la fama avasallante, la gloria del pináculo sin el crecimiento interno de un yo acorde y el lento descenso al punto de partida pasando por una dramática terrenalidad sin príncipes, ni amigos, ni beldades, ni aplausos…Cuando se diga Monzón si solo se evocara al boxeador se dirá algo grandioso, epopéyico, incomparable como si un suspiro vibrante resumiera el concepto absoluto del todo, del siempre, del jamás.
Material de archivo: @maxiiroldan
LEA MÁS EN INFOBAE DEPORTE
La pelea esperada Un capítulo de "Monzón. La biografía definitiva", el nuevo libro de la Colección Un Caño que edita Planeta y que ya pueden conseguir en todas las librerías.
MUHAMMAD ALI había recuperado su corona ante George Foreman en 1974 y paseaba su título mundial de los pesados por gran parte del mundo, incluida aquella épica y dramática victoria sobre Joe Frazier en Manila, Filipinas, en 1975.
En los rankings de 1976 aparecían figuras del boxeo latino como Víctor Emilio Galíndez, el panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán –quien ya llevaba cuatro años como campeón mundial ligero de la AMB–, el nicaragüense Alexis Argüello, el puertorriqueño Wilfred Benítez, los mexicanos Carlos Zárate, Alfonso Zamora y Miguel Canto, el venezolano Betulio González y el colombiano Antonio Cervantes, “Kid Pambelé”.
Y en la categoría mediano, el brillo indiscutible de Carlos Monzón y de Rodrigo Valdés –campeón de la Asociación el argentino y del Consejo el colombiano-, hacía presagiar la pelea más atractiva del momento. La división de los medianos históricamente ha sido una de las más atractivas, ya que generó leyendas como Rocky Graziano, Ray “Sugar” Robinson, Jake LaMotta, Gene Fullmer, Emile Griffith y Nino Benvenuti.
Sin embargo, hasta los reinados de Carlos Monzón y Rodrigo Valdés, el boxeo latino, de la mano de grandes figuras como Kid Gavilán, Florentino Fernández, Luis Manuel Rodríguez y el ya legendario Kid Tunero de los tiempos románticos, no había obtenido el campeonato del mundo.
En ese contexto, llegaron Monzón y Valdés a unificar el campeonato. Los expertos coincidían en que desde los tiempos de Ray Robinson –considerado el boxeador más científico y completo de toda la historia-, ningún campeón de los medianos había tenido el lustre de Carlos Monzón, con sus 12 defensas exitosas de la corona. Sumando la pelea con Benvenuti, cuando alcanzó el cinturón de campeón, Monzón sumaba 13 peleas de campeonato, junto a Gene Fullmer. El número uno con 15 era Robinson, a lo largo de diez años, pero en cinco reinados. Se decía que en algún caso, como ante el británico Randy Turpin en Londres, Robinson no hizo muchos esfuerzos para ganar, y de esa manera se suscitó mayor interés para la revancha.
Finalmente, llegaría el momento esperado el sábado 26 de junio, en el estadio Louis II de Mónaco, con la promoción del italiano Rodolfo Sabatini: se pusieron en venta 9.450 butacas con precios que iban de 250 a 10 dólares.
El mundo del boxeo en Argentina estaba tan agitado como en Colombia, supongo. No se hablaba de otra cosa. Para entonces, ya Carlos era algo más que una figura: era el símbolo del campeón ganador en cualquier ring y ante cualquier rival que le propusieran. Ganarle a Valdés era ya una cuestión personal, aunque él mismo confesara que solamente esperaba ganar para largar el boxeo. “Para mí, el día más importante va a ser el viernes 25, el día antes de la pelea, porque va a ser la última vez que me tenga que poner la ropa de entrenamiento. Estoy podrido y voy a tirar todo el equipo. La gente ve al boxeador sobre el ring, al campeón, pero lo que no ve son las concentraciones, las privaciones, tenés que privarte de lo que te gusta, y vivir atado a los horarios, a las comidas y a hacer guantes todos los días. No quiero más. Le voy a ganar a Valdés y chau al boxeo”, decía.
El gimnasio del Luna Park era un reguero de excitación y adrenalina. Los periodistas íbamos puntualmente todos los días para ver los entrenamientos. Sus sesiones de guantes con Rubén Pardo, que estaba a las puertas del campeonato argentino, o con su gran amigo Ricardo González eran, a veces, fuertes batallas, sobre todo con Pardo.
A medida que pasaban los días, Monzón se volvía más enérgico con los guantes puestos. No perdonaba a nadie ni pedía que le tuvieran consideración.
Por supuesto, éramos muchos los que pensábamos si esa pelea con un rival temible, fuerte y mecanizado como Valdés no sería una prueba más que difícil (de hecho lo fue) para un hombre que se había acostumbrado a una vida menos espartana, entre las mieles de los sets de filmación y los mimos de Susana Giménez.
Por supuesto, se trataba de Carlos Monzón, de cuyo orgullo y capacidad profesional no se podía dudar, aunque el almanaque seguía su marcha. Su frase, en algún momento fue: “No entiendo a los periodistas. Están más nerviosos que yo. Si yo voy a ganar”
No amenazaba ni hablaba para los micrófonos: simplemente, prometía.
Podés comprar el libro “Monzón. La biografía definitiva” en el sitio de la editorial Planeta y en todas las librerías del país.
“NUNCA ME SENTÍ TAN BIEN”, decía Rodrigo Valdés, por su parte. “Monzón está enojado conmigo porque cree que es cierto que dije que lo mejor que tiene es Susana Giménez. No fue así, lo inventó un periodista. Sé de sobra que va a ser el rival más difícil de mi carrera, pero soy más rápido que él, y estoy preparado para hacer la pelea en la corta distancia, que él sabe muy bien que no le conviene. Yo creo que Carlos está viejo y no podrá aguantarme el ritmo”.
Aunque los dos conservaban una cuota de respeto mutuo, ninguno cedía terreno en cuanto al pronóstico: se veían ganadores. Durante una conferencia de prensa, Monzón dijo en público lo que ya había expresado en la intimidad: “Es mucho más chiquito que yo, no me puede ganar”. Un periodista francés tildó la frase de “poco seria”, aunque Monzón se había referido puntualmente a la diferencia física entre uno y otro. Al mismo tiempo, un periodista colombiano le reprochó: “Usted siempre menosprecia a Rocky”, por lo que Monzón le respondió casi como en la escuela cuando dos chicos se pelean: “Pero… ¡Si el empezó diciendo lo de Susana!”. El colombiano entonces no tuvo otra ocurrencia que decirle que Rocky peleaba con tiburones, por lo cual Carlos perdió la paciencia:
-Ma sí… lo voy a cagar a trompadas a él y los tiburones, ¡Dejense de joder!
LO DE LOS TIBURONES era cierto. Rocky, hijo dilecto de Cartagena, muy querido por todos, había tenido una infancia pobre –bueno, como todos los boxeadores- y una forma de ganarse la vida había sido la de meterse en el mar Caribe con cartuchos de dinamita que al explotar acaban con los tiburones que andaban por alli y que luego eran recogidos. Había trabajado también en el Viejo Mercado, descamando pescados. La leyenda contaba que había aprendido a leer porque le encantaba el cine, pero no entendía los subtítulos. Así que fue a la escuela de policía para poder entender mejor las películas. A los 18 conoció al periodista Melanio Porto Ariza, se hizo boxeador y su vida cambió para siempre. En 1969 Ariza, ahora su manejador, lo llevó a Nueva York, donde comenzó a entrenar con Gil Clancy y el Chino Govín y fue puliendo su estilo, agresivo, de corta distancia y golpes curvos que hacían mucho daño. Con esos golpes, Valdés sentía que iba a poder presionar a Monzón, achicándole el ring y los espacios.
Reproducimos una parte de una nota de la exquisita pluma del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, en su libro de crónicas La eterna parranda. Vale la pena leer a un personaje digno de Garcìa Márquez:
“A todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas.
-Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring.”
ESOS HOMBRES, que habían vivido una niñez pobre y desprotegida, eran ahora, como modernos gladiadores, el atractivo para el jet-set internacional. Alain Delon, Jean Paul Belmondo, Mireille Darc fueron para verlo ganar a Monzón. Omar Sharif o Max Cohen, confiando en Valdés (Delon y Sharif apostaron 5.000 dólares entre sí). A su vez, Ives Montand, David Niven y el príncipe Rainiero, también estuvieron en el estadio. Carlos Bianchi –en ese momento goleador del campeonato francés- pasó casi ignorado ente el público, en donde también asistieron los futbolistas argentinos Chirola Yazalde, el Pato Pastoriza, Onnis, Zywica y Rubén Cano.
Susana Giménez, por supuesto, no faltó a la pelea. Una crónica narra que fue la primera en recurrir a los servicios profesionales del doctor Roberto Paladino, tras salir del baño, resbalarse y golpear contra una cómoda. Resultado: fuertes dolores en las costillas y un día de reposo. “Hasta tuve que infiltrarla por cómo se sentía –explica el doctor Paladino, recordando con ironía-, aunque en esas habitaciones de hotel no había cómodas”.
No faltaron las malas lenguas que afirmaron que sus golpes no se los había ocasionado justamente un mueble.
OTROS HOMBRES comenzaban a vivir un conflicto en el equipo. Por un lado, Amilcar Brusa se sentía molesto porque Lectoure llevaba siempre la voz cantante en todas las conferencias de prensa y era el más requerido por los periodistas. A su vez, Lectoure, en tono inocente, respondía a esos comentarios de este modo: “Yo no tengo la culpa de que los periodistas se acerquen a mí, si soy mucho más famoso que Brusa”.
“En esa guerra de egos –recuerda el doctor Paladino-, comenzó a alimentar el fuego Cacho Steinberg. Generalmente –y más cuando se acercaba el momento de la pelea- Tito estaba siempre muy cerca de Monzón y cuando iban por la calle, siempre iba adelante, con Carlos del brazo. Tito era vanidoso y sabía que era una manera de salir en todas las fotos, porque por donde iba Monzón, aparecían los fotógrafos. Yo iba atrás, con el resto del grupo y escuchaba cuando Steinberg le comentaba a Brusa: ‘¿Ve, Brusa? Se mete adelante, para salir en las fotos, cuando usted tendría que estar ahí, no él’. Y Brusa iba perdiendo la paciencia”.
No era solamente una cuestión de salir en las fotos. Steinberg había logrado que se sumara al equipo como preparador físico José “Pechito” Platowsky, que pasó a reemplazar a Patricio Russo, hombre de la primera hora –viajó a la pelea con Benvenuti pagándose el pasaje de su bolsillo-, además de ser muy cercano a Tito. Lectoure ya veía desde antes a Steinberg como la figura que aparecía cuando ya el campeón estaba en su apogeo y con el tema de los Mercedes Benz y su conocimiento de las finanzas era capaz de meterse como una cuña en proyectar nuevos y enormes negocios para Monzón.
No creo que haya sido Steinberg justamente el que intercedió para que Susana viajara a la pelea, pero sí que Lectoure comenzaba a tener a su alrededor caras extrañas, ya que si bien él no aprobaba que las mujeres se incorporaran a los viajes, menos podía aprobar que un extraño como Steinberg influenciara en Monzón o que Pechito reemplazara a un hombre como Russo. Hasta ese momento, Lectoure sabía que seguía manejando la situación, sobre todo en el terreno boxístico, en donde Steinberg no tenía conocimiento alguno para meter baza.
“ME GANÓ. ME DUELE”. Mientras el equipo colombiano seguía protestando el fallo, Rodrigo Valdés, en su camarín, definía en dos breves frases lo que había pasado en el ring ante el periodista Carlos Ares, de El Gráfico.
Atrás había quedado una pelea que, como un juego de ajedrez lleno de violencia, había puesto frente a frente a dos estilos totalmente diferentes. “Monzón peleaba para él, era frío y no le importaba el espectáculo, subía a ganar y con Valdés hizo lo de siempre”, cuenta el doctor Roberto Paladino.
Valdés, valiente, agresivo, buscó desbordar a Monzón, como lo habían intentado Mantequilla Nápoles o Jean Claude Bouttier, pero sus esfuerzos habían sido inútiles: el paso atrás a tiempo, el torso hacia atrás en su medida, evitaban los golpes largos y abiertos. Los brazos tejiendo una maraña anulaban los esfuerzos de la pelea franca en la corta distancia.
No fue nada fácil para ninguno de los dos. Para Monzón, el gran problema era llegar con reservas físicas hasta el último asalto, en una época en donde las peleas eran a 15. Hasta el séptimo, el santafecino impuso sus jabs, abriendo el camino para descargar su derecha a fondo. Así, en el tercer round logró frenar a Valdés con esa derecha que además le inflamó el ojo izquierdo: el colombiano terminó la pelea con ese ojo totalmente cerrado.
“Con los ojos a dos metros del ring, en medio de un clima tensionado del estadio, cada arranque de cualquiera de los dos llevaba aroma de nocaut. Los golpes reflejaban el impulso de una tremenda energía”, escribió Ernesto Cherquis Bialo, que tituló su comentario con frase redonda, síntesis de la pelea: “Hizo falta un Monzón tan grande para ganarle a un Valdés tan bueno”.
Mientras en el rincón del argentino, Brusa daba –como siempre- las órdenes necesarias y justas, el rincón de “Rocky” era un caos de órdenes, entre las instrucciones en inglés de Gil Clancy y lo que gritaban en español Melanio Porto Ariza y el Chino Govin, entre otros.
Por fin, llegó para Valdés el momento esperado: un derechazo a la cabeza, allá por el séptimo capítulo, que obligó a Monzón a buscar el amarre. No llegó a estar groggy, pero necesitó de unos cuantos segundos y de toda su experiencia para pasar el mal momento.
Ese instante fue un quiebre de la pelea, porque pareció que –ahora sí- llegaba el turno de Rocky para imponer su vigor, su fortaleza y su ambición. Más allá del puntaje, daba toda la sensación de que la batalla iba a terminar antes, sobre todo porque la actitud de Valdés era al todo o nada, obligando a Monzón a jugarse en los cruces. Sin embargo, Monzón no perdió la calma y se ajustó como nunca a su libreto. Hasta que, de pronto, el estadio se convirtió en un pandemonio. Y el ring, en un infierno.
¡PUM!. Cuando Valdés, buscando el ansiado desborde, se lanzó frontalmente al choque, olvidó una regla de oro: no atacar nunca de esa manera a un Monzón. Pero su corazón caliente pudo más que la estrategia de manual.
Avanzó Rocky, empujado por su orgullo, por su decisión, por su temperamento de peleador. Y lo chocó Monzón con su derecha, digna de un matador en una plaza de toros, una estocada a fondo. Chocaron las dos fuerzas, la de todo el cuerpo del colombiano lanzado en el avance, y la del puño derecho del argentino, impactándolo justo en el mentón.
Totalmente desequilibrado, cayó Valdés hacia adelante, apoyando sus manos en el suelo, conmocionado, sentido y desorientado. ¿Se podía levantar?
Y sí, se levantó, se levantó y escuchó la cuenta del referí Raymond Baldeyrou, quien llegó a los 8 segundos. Ya se terminaba el asalto. Monzón, con la mente fría, buscó el remate, pero sin exponerse. Nada es más peligroso que descuidarse ante un león herido.
Cuando tocó la campana, el Destino de la pelea estaba marcado. Esa caída de Valdés había sido el momento culminante, puesto que ni física y mucho menos psíquicamente, el colombiano podía enfrentar el último round, sin comprender que iba a estar expuesto por tres minutos eternos ante Carlos Monzón. Error.
Monzón, sabiéndose ganador, no quiso correr ningún riesgo (¿quién, aficionado al boxeo o no, no sintió paralizarse su corazón cuando Julio César Chávez junior lo tuvo por el suelo a Sergio “Maravilla” Martínez en el último round?).
Cuando sonó la campanada final, no había dudas de quién había ganado la pelea. Bastó ver los brazos en alto de Monzón y el rostro lastimado y la mirada en el suelo de Rocky. Estaba todo dicho. No fueron grandes diferencias para el argentino, porque el referí Baldeyrou le dio 73-69, mientras que André Bernier votó 74-72 y Tony Talleracho 73-71, todos para Monzón.
La ovación para los dos fue merecida, amplia y agradecida por todo lo que habían dado.
Fue, aquella noche, en la que Tito Lectoure terminó sintiéndose más solo que nunca.